Vecinos incómodos.

Me bajé del autobús yo solo; los demás viajeros se quedaron arriba. Dejé mi mochila en el piso y cuando me regresé a despedirme de mis acompañantes, el autobús junto con el chofer y los viajeros ya estaban varios metros alejados de mí­. No me pondrí­a a perseguirlos: no era como que me estaban dejando tirado. Ya estaba donde querí­a estar. Nunca me preocupé por la forma de regresar, pensarí­a en eso después.

Cuando llegué a la Central de Autobuses la señorita encargada de la taquilla me vio extrañada. â??¿Por qué quieres ir a San Yin?â?, me preguntó. Le expliqué que soy fotógrafo y que siempre me habí­an interesado las ciudades abandonadas (me esforcé por no llamarlas â??ciudades fantasmasâ? pues no soy creyente en lo sobrenatural). Le dije que cuando supe de la existencia del pueblito me propuse realizar una sesión fotográfica ahí­, donde la nada era el único habitante. 3 segundos más tarde me di cuenta de lo pretencioso que me escuchaba.
Los ojos de la señorita (Juliana) seguí­an llenos de extrañeza y desconfianza.
–¿Qué no sabes que en ese pueblo sí­ hay gente?- Me dijo entregándome mi cambio y mi boleto.
Pues según los libros que he leí­do, en San Yin ya no hay gente, pensé.

A mi izquierda el autobús se veí­a cada vez más chico y frente a mí­, el sol más grande y brillante que he visto en mi vida me obligaba a bajar la cabeza en forma de reverencia. El astro rey se portaba a la altura de su tí­tulo. La que parecí­a ser la única calle de San Yin yací­a a mis pies y tení­a como punto final esa bola de fuego amenazante que me hizo ponerme mis gafas. Caminé lentamente por ese sendero luminoso (buen chiste) y a mis costados apreciaba las casas viejas, que a pesar de tener no sé cuantos años abandonadas conservaban aun algo de vida. El polvo cubrí­a la totalidad de los edificios, principalmente porque los expobladores de San Yin no creí­an en el pavimento. Me emocionaba pensar en las posibilidades visuales de ese lugar; era como un gran escenario y yo podrí­a hacer lo que quisiera con él. Si querí­a podí­a tomar sólo fotos de exteriores. O talvez me concentrarí­a en los patios interiores de los edificios más grandes, otro de mis grandes fetiches fotográficos. Al final decidí­ tomar fotos de un poco de todo, no desaprovechando esta gran oportunidad. Mi mochila estaba llena de rollos listos para ser usados.

El autobús en el que llegué al pueblito era bastante incómodo y pensar en cosas como aire acondicionado en esos momentos era algo ridí­culo. Me senté en el primer asiento y traté de ser amable con el chofer, hablándole del clima y esas cosas de las que se habla cuando no se tiene nada de que hablar. El chofer solamente me vio a los ojos bastante enojado por cinco segundos y luego regresó la vista a la carretera. Entendí­ que no querí­a nada conmigo y después de meditarlo por algunos segundos llegué a la conclusión de que talvez su rechazo se debí­a al desví­o que tuvo que hacer en la carretera principal para poder traerme a San Yin, lo que significaba 30 minutos más de manejar por esa carretera desgraciada. Por lo que me dijo Juliana, nadie nunca visitaba ese lugar.
Miré hacia atrás y me di cuenta que sólo tení­a dos acompañantes más: un señor de sombrero con una jaula de pericos en la mano y (quiero pensar) su esposa. Los dos estaban sentados en el mismo asiento y me pareció chistoso que uno de ellos no se cambiara de lugar para estar más cómodos.
Me acerqué a ellos tratando de ser algo sociable, esta vez tratando de usar el ángulo de los animalitos enjaulados.
–Qué bonitos están sus pajaritos. ¿Qué raza son?- arrojé la pregunta si saber quien la atraparí­a.
–No son pajaritos. Son periquitos del amor.- Me contestó el señor de mala gana.
–Ah, ok, ¿y a dónde viajan? ¿de casualidad no van a San Yin?- Dirigí­ mi mirada a la señora, que llevaba un vestido de flores, las cuales estaban a punto de deshojarse por la gran presión ejercida sobre ellas. La señora llevó su mirada hacia la ventana.
–¿Cómo que vas a San Yin? ¿Estás mal de la cabeza? Estos chamacos de ahora con sus pendejadas.- me dijo el señor de los periquitos del amor algo exaltado.
–¿Pues que hay en San Yin que es tan malo?
–En San Yin no hay nada.
–Eso es lo que busco.
–En San Yin no hay nada bueno.
Acto seguido, el señor tomó su sombrero y lo puso sobre su cara, respirando y exhalando profundamente. Nadie podí­a haberse quedado dormido tan rápido, así­ que sintiéndome una presencia no grata me levanté. Mientras lo hací­a, la mano de la señora de flores me detuvo y su otra mano puso en la mia una especie de escapulario (no lo se muy bien, no soy tan católico). La miré inquisitivo pero no encontré en sus ojos una respuesta.
–Gracias, señora- Me soltó y volvió su vista a la ventana, mientras yo me alejaba de ellos.

Ya era hora de sacar la cámara para tomar mi primera fotografí­a. Una de las casas tení­a en el centro del techo una pequeña escultura de un gallo, otro signo de reverencia al sol. Pensar en unos adoradores del sol, o bien, en unos temerosos del sol en estos tiempos puede sonar ridí­culo, pero al sentirlo sobre mi, imponente, como juez, jurado y ejecutor, yo también temí­a alguna represalia contra mi persona de parte de la estrella.
Puse mi mochila en la tierra y la abrí­. Saqué mis calzones y mi camiseta de repuesto y me los eché al hombro para sacar la cámara. La saqué y me dispuse a tomar la primera foto, cuando, a mi derecha escuché el sonido de unos pasos lentos. No podí­a ser, porque en San Yin no hay gente. San Yin es un pueblo abandonado; así­ me lo dijeron los libros. Ellos nunca se tomaron la molestia de decirme por qué en San Yin no habí­a gente, pero si me lo recalcaron: San Yin = Ni un alma.
Muy rápido entendí­ que a veces hay que confiar un poquito menos en los libros y bastante más en la gente. Los libros no estaban ahí­ para defenderse y decir que lo que estaba viendo era un espejismo. Es más, dejaré de mencionarlos, porque hasta ahora su información habí­a sido medianamente correcta. Una silueta oscura dibujada vagamente por el gigantesco sol se acercaba de manera lenta y dificultosa a mí­. Entre más pasos daba, más me daba cuenta que la persona estaba vestida con arapos y cojeaba de un pie. Otros cuantos pasos más y vi sus manos inmóviles. Así­ que en San Yin sí­ hay gente, pensé, sin buscar ni una prueba más.
Me quedé inmóvil esperando a que la silueta se convirtiera al fin en una figura tridimensional, y eso no fue algo rápido. El â??cojo del puebloâ??, como decidí­ llamarle, se tomaba su tiempo, pero más bien, el tiempo habí­a sido bastante castigador con él. Cuando estuvo suficientemente cerca de mí­, pude ver su cara. Estaba toda agrietada y llena de tierra, con algunas regiones en carne viva; no se trataba de un espectáculo muy agradable, pues. El â??cojo del puebloâ?? se convirtió en â??el loquito del puebloâ??, que es sometido a toda clase de abusos y burlas por los niños y jóvenes. Hay uno de esos en cada pueblo, y en las ciudades hay más, esa podí­a ser la única razón de su aspecto.
Tratando de fingir que su aspecto me parecí­a de lo más normal le dije:
— Buenas tardes.
Su respuesta fue una combinación de las palabras â??buenas tardesâ??, un sonido gutural profundo, y un quejido, no, un aullido que me daba un diagnóstico de su condición fí­sica más exacto que cualquier estudio médico. Supe que me contestaba â??buenas tardesâ?? porque eso era lo más parecido a lo que habí­a sonado ese murmullo que también era un grito, pero no podí­a asegurarlo. El â??loquitoâ?? se pasó de largo y siguió su caminar como si nada. Voy a buscar a alguien más, me dije.
Unos metros más adelante, aun con la cámara en la mano, ví­ otra silueta. Esta vez no esperé una eternidad a que ésta se acercara a mí­, yo me acerqué a ella. Por alguna razón, no me sorprendió descubrir que ese señor que estaba a unos pasos de mí­ gozaba de un aspecto mil veces peor que el anterior. í?ste poseí­a una larga cabellera en algunos lugares de su cráneo y carecí­a de ella en otros. Su ropa no podí­a llamarse ya de esa manera, y tení­a cara de muerto en vida. El polvo cubrí­a todo su ser y era flaco-flaco, como a punto de quebrarse.
Esto fue más o menos lo que pasó. El ser (en esos momentos no estaba seguro de género, especie, ni otra de esas trivialidades) me extendió su mano en forma de saludo. Yo no sabí­a qué hacer exactamente. Me estaba dando la bienvenida a San Yin, pero mi entender me decí­a que alguien con ese aspecto no podí­a dar la bienvenida a ninguna parte. Sus murmullos eran ininteligibles, al contrario del ser anterior, ahora si no le entendí­a nada a pesar de mis esfuerzos por hacerlo.
Me decidí­ a saludar. Serí­a una muestra de mi apertura hacia los extraños. Y â??extrañosâ?? era la mejor forma de describirlos esta vez. La tomé y le di dos sacudidas firmes, pero tampoco agresivamente fuertes. Alguna vez leí­ que al presentarte ante una persona tení­as que mirarla a los ojos y apretar su mano de manera contundente, no mostrar debilidad. Seguí­ la instrucción al pie de la letra: miré los ojos vací­os del que estaba frente a mí­, y mientras empecé a sentir el miedo básico que se siente cuando se ve un abismo, me quedé con su brazo. Se lo habí­a despegado como cuando le quitas un brazo a una tortuga ninja, facilito, con un poco de presión; pareciera que podrí­a volvérselo a colocar al resto del cuerpo sin problema.
El miedo al abismo habí­a crecido. í?l ser empezó a gritar cosas sin sentido (al menos para mí­), pero no lo veí­a sufrir mucho la falta de su extremidad. Yo, por alguna razón, seguí­a con el brazo en mi poder y lo primero que se me ocurrió fue correr hacia el edificio más cercano. Abrí­ la puerta fácilmente y me introduje. Me recargué en la puerta y cerré los ojos. Recordé que mi mochila habí­a quedado afuera. Tení­a que salir por ella y también a devolverle su brazo al señor; si le servirí­a de algo tenerlo de vuelta, ya no lo averiguarí­a. Adiós a San Yin.
Conté hasta tres con los ojos todaví­a cerrados. Uno, dos, tres. Abrí­ lo ojos y frente a mi encontré varios seres parecidos a los de afuera. Se me acercaban lentamente y sólo hasta ese momento volví­ a creer en lo sobrenatural. No podí­an ser humanos, tení­an que ser zombies o algo parecido. Momias talvez, como las de Guanajuato, experimentos cientí­ficos o que se yo, pero humanos no eran. La verdad no importaba qué eran exactamente: ya estaban suficientemente cerca como para comerme, desmembrarme, o realizar algún rito satánico conmigo. Ya estaban sobre mí­, no podí­a moverme, tení­a mucho miedo. Hasta ahí­ habí­a llegado. Antes de que pudieran hacerme cualquier cosa, mis ojos se llenaron de oscuridad.

Poco a poco, la oscuridad fue desapareciendo. Mis ojos pudieron ver claramente….

CONTINUARí.