Por Virginia Wet.
Siempre fui una niña buena. No he olvidado a mi mami vistiéndome de consejos y desnudándome de dudas. Y mi papi ufano de que su nena prefiriese la casa que la calle, la televisión que el cine, la parroquia que el café. Lo que ninguno de los dos sabía era que allí, en mi encierro de niñabuena-catorceaños, yo había descubierto uno por uno los placeres que mis amigas, siempre menos buenas que yo seguían buscando. Las recuerdo en mi cama, de visita, con las bocas mas sueltas y las faltas mas cortas, leyendo a media voz un libro viejo de Xaviera Hollander que sólo a mi me hacía sonrojar.
Mi libro era robado, porque una niña buena no compra porquerías. Como todos los otros (quise decir, los decentes), tenía un forro de plástico transparente y la suficiente cantidad de muñequitos para que nadie jamás sospechara cual era el título de la obra: La mejor parte del hombre. No, como crees, no traía ilustraciones. Eran puras palabras, pero deja decirte: fueron mas que bastantes. Pronunciarlas, repetirlas, acariciar las erres bien lento con la lengua, sentir el paladar viscoso de calor, acompasar las palabras con aullidos secretos. ¿No te digo? Ya me puse toda roja nomás de puro acordarme.
Cuando se iban mis amigas empezaba lo mejor. ¿Te acuerdas del peloncito que cantaba en Midnight Oil? Bueno, pues ese señor era el que ponía el ambiente. La canción decía algo así ¿Como puedes tu dormir cuando las camas se incendian? Yo podía ir a una fiesta, pasearme con mis vecinas, divertirme igual que todas, pero como niña buena escogía estar en casa. Mis papas veían la tele, yo entreabría la persiana y dejaba que la música invocara a mi fantasía: un niño torpe y miedoso que se subía a su azotea, se encaramaba en la barda con un par de catalejos y asistía en solitario por fuera y tumultoso por dentro, al espectáculo diario de su tímida vecina.
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