Revisando mis agendas viejas y algunos papeles y documentos antiguos, me encontré un viejo boleto del metro con un teléfono anotado y una frase que aun hoy, me estremece de leerla: “… cuando quieras. Solo llámame. Eder”. La historia es tan simple y ordinaria que incluso el contarla a detalle no significa algo más allá del haber “ligado” a alguien en una estación del metro, robarle unos besos y unas caricias calientes dentro de un vacío vagón por los rumbos de Barranca del Muerto una noche en el lejano año de 1989. Sí. Fue una experiencia si se quiere ver así, “extrema”; aunque igual de parecida en intención y resultados como las de aquellas parejas hetero que, aprovechando la mala iluminación de ciertos parques públicos, entran no solo a besarse o a fajarse sino a cosas donde el límite es propiamente el tiempo y la capacidad de disimular los pujidos y gemidos; además de una extrema habilidad de poder agitarse sin (paradójicamente) moverse. Siendo sinceros, muchísima gente, dentro de su catálogo de fantasías sexuales tiene un lugar muy especial el de hacerlo en lugares públicos o dentro del transporte público; para que el ojo furtivo de algunos peatones puedan ver lo que sucede y, en el mejor de los casos, llevárselo en la mente como anécdota o “motivo” para darle rienda a los placeres de la mano… y en el peor, que de aviso a alguna autoridad y que el gozo termine en una delegación de policía.