Por Carlos Sabino.
La pobreza extrema, tan fácil de ver en nuestra América, resulta para cualquier espíritu sensible un espectáculo perturbador. ¿Quién puede permanecer indiferente cuando ve niños desnutridos en ranchos que apenas si se sostienen, que no tienen los servicios sanitarios básicos y están inundados por la basura, y percibe al poco rato los artículos de lujo que se venden en los mejores centros comerciales de alguna gran ciudad?
¿Quién puede permanecer con su conciencia tranquila cuando sabe que el salario de un trabajador corriente no alcanza para comprar los alimentos y pagar los servicios que otros consideramos como normales y hasta indispensables para tener una vida digna?
Ante estos brutales contrastes surge un sentimiento de disconformidad y de protesta, un rechazo hacia las diferencias abismales que encontramos a nuestro alrededor, y brota espontáneo el impulso de hacer algo para cambiar esta situación, para que la riqueza se distribuya mejor en este agitado mundo.
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