Llegó el momento de amarrar [teóricamente] un cinturón en mi cuello y fingir mi propia muerte. En un sofá viejo y maloliente, en la soledad, intento despojarme de las cosas y pensar un poco [más] en un mundo sin mí.
La gente en la oficina gritaba asustada, creo que fue Gutiérrez quien me descubrió. Sorprendido decía a los demás: cómo pudo soportar su peso (mi peso, 112 kilos de tortilla, refresco, cerveza y sopa de pasta), cómo no se reventó la lámpara.
La policía, unos hombres de negro, incluso los bomberos. Por fin bajaron mi cadáver y me llevaron al forense. Alguien debía hacer algo, al final el gerente hizo una llamada telefónica.
El llanto de mi esposa caló muy hondo, pude escucharlo mientras abrían mi cuerpo en busca de respuestas [evidentes] de mi muerte. No, no estaba alcoholizado, no tomé antidepresivos, tampoco estupefacientes. Restos de nicotina, las cervezas del sábado, nada en particular.
Cubrieron mi cuerpo con una manta fría y estuve en la oscuridad por un momento. Luego un par de hombres vino a ponerme lo que sería mi atuendo final. Uno de ellos hizo burla de mi cuerpo gordo y pasó su dedo sobre mi costado celulítico.
En el funeral hubo mucha gente, personas que no había visto en años, antiguos conocidos, compañeros de trabajo, parientes, algunos desconocidos, incluso esa mujer que siempre me gustó y que terminó casándose con otro.
Mi esposa y mi madre no dejaban de llorar, vi también llanto en mis hijas, mi padre y mis hermanos. El resto de los asistentes se mostró en su mayoría indiferente, algunos salían a fumar, otros miraban sus relojes urgiendo el paso del tiempo, algunos más comentaban mi muerte.
Llegó el momento de amarrar un cinturón en mi cuello y buscar mi propia muerte. Espero que no se reviente la lámpara, que soporte mis 112 kilos de tortilla, refresco, cerveza y sopa de pasta.