Había una vez en un lugar del cual quisiera no acordarme, un tipo lento, iletrado e indigente que pasaba sus días recorriendo México y se alimentaba de lo que la gente le daba a veces. Su nombre era Manuel, y envidiaba a los ricos y empresarios, pero al mismo tiempo los despreciaba.
Un día de verano, alguien caritativo le compartió a Manuel unas tortillas con queso, por comer apresuradamente, no se dio cuenta que varios trozos de queso cayeron entre su barba y bigote de meses y ahi estuvieron hasta que al cabo de dos días se pudrieron.
El hombre pasaba por el centro de gobierno y despectivamente se quejó de la peste que había en ese lugar. Siguió caminando y toda la gente que se cruzaba en su camino le parecía hedionda. Paso frente al lider de la ciudad y noto como aun él tenía el mismo tufo. Acusó a sus propios pocos amigos de tener algun problema porque su olor era insoportable. Su propia banca del parque donde acostumbraba dormir parecía exhalar el insoportable tufo.
Pensaba Manuel ¿Que es lo que les pasa a todos? ¿Porque nadie hace nada para eliminar ese olor tan desagradable corrupto y repulsivo? La peste es evidente ¿Porque todos la conservan?
Con el tiempo, hasta sus propios amigos y compañeros dejaron de frecuentarlo, ante su insistencia a quejarse de los demás. Y así terminó sus días Manuel, en soledad, durmiendo en un tsuru abandonado en la calle, porque nunca se dio cuenta de su propia peste por estar siempre fijándose en los que lo rodeaban.
La primer moraleja de la historia es: Si crees que todos apestan, deberías mirar dos veces y revisarte a tí mismo… y tal vez hasta entonces descubrirás porque la gente casi no te AMLa.
La segunda moraleja es: Si odias a los ricos, jamás te convertirás en uno.