Yo no acostumbro ir al cementerio en el Día de Muertos, no porque no me agrade esa tradición típica de los mexicanos, sino porque me resulta incómodo manifestar mi dolor entre tanta gente y algarabía.
Algunas personas creen que ese día el espíritu, el alma o lo que sea, de su ser amado regresa nadie sabe exactamente de donde, pero regresa a convivir con los vivos. Lo cual es motivo de alegría.
Yo, como ateo por convicción propia que soy, ese día me siento en el cementerio como si fuera un cojo en un concurso de patadas. Por mas que intento, no encuentro motivos para alegrarme ni siquiera un poco, porque creo que los buenos recuerdos y el cuerpo que está debajo de la lápida es todo lo que me queda de mi padre. No abrigo la esperanza de que él este arriba de una nube, esperando que transcurra la eternidad mientras se dedica a cantarle a un dios tan santo que nadie puede ver y que permite una vez al año a sus siervos (siempre y cuando tenga parientes mexicanos) ‘bajar’ a la tierra a convivir con sus parientes y amigos.
Es en días como ese que CASI envidio a los creyentes, que con sus esperanzas de la vida eterna (hasta donde entiendo infundadas) viven felices en la vida que se han fabricado. No niego que sea una bonita y agradable idea, pero con el tiempo he aprendido que prefiero la cruda realidad, (esa que no desaparece cuando dejas de creer en ella) ante lo que nadie ha podido demostrar que es algo mas que simplemente un bello ideal.
Dicen que cada dia morimos un poco, yo le agregaría que al morir nuestros seres queridos también se muere una parte de los vivos.
¡Salud! Por los que se fueron y nos dejaron algo bueno para recordarlos.